Crónica: De los Jueves de burbujas
Hace tiempo que supe que existía esta noble tradición, de dedicar el jueves a recibir un baño de burbujas. Una sesión de meditación y autocuidado que no solo limpia el cuerpo, sino que refresca el alma. Y desde ese momento he vivido intrigado por saber como se lleva a cabo este ritual. Y nunca sabré como es, creo que solo me queda imaginar cada semana como deben de ser...
La
tenue luz de la tarde atraviesa la ventana y pinta de naranja toda la
habitación. El aire se llena de un fragante aroma a canela, que despiden las
docenas de velas encendidas en el salón. Cierras la puerta tras de ti, y
caminas lentamente hacia la bañera, con tu pies descalzos y tu bata de seda. Te
acercas sigilosa, como si no quisieras que nadie lo supiera. Abres la llave y
el agua corre, pones tu mano bajo el torrente para verificar que no esté ni muy
fría, ni muy caliente. Dejas que el nivel suba, mientras buscas en el estante
un frasco de sales y burbujas. Lo tomas en tus manos y retiras el corcho, y
disfrutas ese discreto olor a jazmín y lavanda, con su delicado color rosado.
Viertes un poco de esos místicos cristales dentro del agua y dejas que la
espuma comience a formarse. Los acordes de una guitarra acompañan tu travesía,
mientras dejas tu mente en blanco, intentando relajarte un poco. Cierras la
llave y verificas la temperatura del agua, y esbozas una tímida sonrisa en
señal de aprobación. Sueltas el broche negro que sostiene a tu cabello, quien
rápidamente se acomoda sobre tus hombros. Inhalas profundamente y, mientras
exhalas, dejas caer lentamente la bata de seda, que con una suave caricia se despide
de tu cuerpo. Sumerges poco a poco tu pie derecho, mientras disfrutas la cálida
bienvenida que el agua te da. Lo sigue tu pie izquierdo, y luego, poco a poco,
el resto de tu cuerpo, hasta que solamente tu cabeza sobresale. Cierras los ojos y disfrutas de la
sensación de estar un momento sin gravedad. Acomodas tu cuerpo y estiras tu
brazo para alcanzar un paño y un jabón. Acaricias suavemente tus piernas,
recorriéndolas desde los muslos hasta las puntas de los pies. Subes por tu
estómago y tu pecho, pasas a tus brazos y luego a tu cuello. Preparas en tus
manos un poco de espuma que aplicas suavemente a tu rostro. Y luego, sumerges
nuevamente tu cuerpo para retirar los restos del jabón. Y mientras permaneces
ahí, aislada del mundo, dejas que tu mente corra por esos campos amarillos
bañados por el sol, llenos de vides y pequeños arbustos que delimitan las
parcelas con sus casas de piedra y tejas rojas, esos paisajes Toscanos que
anhelas algún día recorrer. Y tras esos segundos mágicos que parece fueron
horas, te pones nuevamente en pie, y estiras tu brazo para tomar la toalla que
te espera impaciente en el respaldo de la silla. Secas con ella tus cabellos y
posas tus pies sobre el pequeño tapete afelpado que te espera tibio sobre el
suelo. Envuelves tu cuerpo en la toalla, doblándola sobre el pecho y dejando al
descubierto tus largas piernas. Tomas asiento y comienzas a frotar en tu cuerpo
la crema con aroma a almendras y miel que deja ese suave toque cítrico en tu
piel. Aplicas un poco de perfume en el aire y dejas que se pose suavemente
sobre ti, bailando con tus ojos cerrados mientras las pequeñas notas de sándalo
y naranja descienden sobre ti. Despides al guitarrista quien sigue aferrado a
su instrumento, sin imaginar lo que pasa dentro de la habitación, apagas las
velas con ligeras brisas que nacen de tus labios rojos. Y ahora corres a la
habitación, donde vestirás de encaje y lino para verle llegar, mientras la
obscuridad cubre a la bañera, quien ya te extraña y espera ansiosa por el
siguiente jueves.
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